Ilustración: Mocersa |
Después de varios días la idea de comenzar a ejercitarme con
una actividad a la que siempre rehuía empezó a convertirse en un objetivo:
correr. Nunca antes lo había hecho pero ahora estoy dispuesta a superar una
barrera autoimpuesta.
De niña había padecido principios de asma, no llegó a nada
grave pero me dejó secuelas. Solía ser muy propensa a enfermedades
respiratorias y recuerdo que mientras todos los niños de la cuadra salían con
sus disfraces a pedir dulces a finales de octubre yo me quedaba en casa
disfrutando de vaporizaciones de sábila y una serie de golpecitos en la espalda
para ayudarme a sacar las flemas.
Crecí creyendo que por el asma no podía correr o hacer
actividades que exigieran un esfuerzo respiratorio. Esa idea se instaló en mi
mente y me hizo rehuir muchos años a cualquier actividad que sugiriera aumentar
la velocidad.
Hace cuatro semanas decidí cambiar esa idea tan arraigada.
Ir en contra de lo que siempre he creído no ha sido fácil, me generó dudas,
miedos ¡y hasta signos psicosomáticos!, me dio gripa, me lastimé el tobillo
haciendo un video de aerobics, me costaba respirar en los primeros intentos. Necesité
hacerme un lavado mental (coco-wash, como diría mi hermana), tomé mis tenis y
fui a un parque hermoso a probarme a mi misma que soy capaz de hacer más de lo
que creo.
El resultado: comprobé que necesito agarrar condición
física, que puedo lograrlo aunque las primeras carreras sean lentas y a
intervalos de caminar-trotar, que cualquier meta necesita constancia y
decisión, que me gusta retarme.
Mi esposo es muy importante en este proceso, es mi principal
apoyo, me ayuda a enfocarme en lo que quiero y me motiva para dejar a un lado los viejos esquemas
mentales, ahora obsoletos. Él me acompaña todos los viernes a correr (más bien
trotar), tiene más condición que yo, lo
veo alejarse mientras trota a su ritmo y yo intento respirar de forma
controlada manteniendo el mío, que si bien es lento, intenta ser constante.